La revolución industrial es, probablemente, el suceso histórico más influyente sobre el estilo de vida de la sociedad contemporánea. A partir de dicho período, las condiciones de vida del ser humano promedio mejoraron a pasos agigantados. No obstante, dependemos cada día más de tecnologías y comodidades que nos resultan imprescindibles para el desarrollo de nuestras actividades cotidianas: el automóvil, la calefacción, el internet, etc. Como especie, estuvimos siempre tan enfocados en el frenético crecimiento y en el desarrollo, que jamás nos detuvimos a preguntarnos si aquel ritmo de crecimiento era sustentable a largo plazo. Y los arquitectos no fuimos la excepción.
Lecciones del pasado para construir un futuro más sustentable
La revolución industrial es, probablemente, el suceso histórico más influyente sobre el estilo de vida de la sociedad contemporánea. A partir de dicho período, las condiciones de vida del ser humano promedio mejoraron a pasos agigantados. No obstante, dependemos cada día más de tecnologías y comodidades que nos resultan imprescindibles para el desarrollo de nuestras actividades cotidianas: el automóvil, la calefacción, el internet, etc. Como especie, estuvimos siempre tan enfocados en el frenético crecimiento y en el desarrollo, que jamás nos detuvimos a preguntarnos si aquel ritmo de crecimiento era sustentable a largo plazo. Y los arquitectos no fuimos la excepción.
Los profesionales que nos precedieron han delegado una y otra vez, la responsabilidad de abordar la sustentabilidad como parte fundamental del proceso de diseño a la generación que les sucede. Las consecuencias del cambio climático resultaban menos visibles en el pasado, se sentían lejanas y no se experimentaban en primera persona. Por lo tanto, nuestra generación es la responsable de proponer y promover prácticas arquitectónicas sustentables; no como casos de estudio aislados, sino como el nuevo estándar de proyecto para construir las ciudades que queremos tener en el futuro.
Para comprender la escala del problema, se debe considerar que el sector de la construcción es responsable de aproximadamente el 38% de las emisiones globales de CO2; al tomar en cuenta tanto las emisiones derivadas de los procesos constructivos, como el consumo energético propio del funcionamiento de las edificaciones existentes. Se debe tener presente el hecho de que, como consecuencia de nuestra privilegiada ubicación geográfica, el clima del Ecuador carece de cuatro estaciones y nuestros días tienen doce horas de sol a lo largo de todo el año. Podemos decir que el consumo energético de nuestras edificaciones es menor al promedio de manera significativa, si lo comparamos con cifras de países con condiciones meteorológicas menos benevolentes.
Por lo tanto, pienso que nuestro aporte local en relación a este tema debería estar directamente ligado a la materialidad de nuestra arquitectura. Esto implica el desarrollo de una consciencia profunda sobre el impacto ambiental generado por los materiales con los que construimos; tanto para los profesionales del sector como para sus clientes. Tomemos como ejemplo el hormigón, que de todos los materiales fabricados por el hombre, resulta ser el más utilizado de la historia.
Para su fabricación es imprescindible el uso de cemento, cuyo principal componente es el Clínker, una mezcla de minerales sometidos a altas temperaturas. Su proceso de fabricación libera enormes cantidades de CO2 a nuestra atmósfera. Si imaginamos que la industria del cemento fuera un país, sería el tercer emisor más grande del planeta, detrás de China y Estados Unidos.
Desde esta perspectiva, el empleo del hormigón como solución arquitectónica resulta poco coherente cuando deja de ser un requerimiento estructural y se convierte en un recurso meramente estético; pues la concreción de la arquitectura nunca debería partir de preconceptos formales. Cuanto más alejamos al material de su naturaleza de comportamiento mecánico, menos coherente resulta su uso, y por consiguiente, menos consistente es el proyecto arquitectónico. Esto no quiere decir que debamos erradicar el uso de hormigón en la construcción, sino que deberíamos ser más pertinentes con su uso y más conscientes de la repercusión ambiental que este implica.
Regresar la vista hacia nuestra propia tradición constructiva, puede brindarnos valiosas directrices en cuanto a la sustentabilidad, basada en la profunda comprensión del territorio y los recursos que este nos ofrece. La vivienda vernácula cuencana, por ejemplo, se construía de adobe, ladrillo, madera y teja; materiales de producción local cuyo uso implica una importante disminución de emisiones relacionadas con transporte y logística. Por no mencionar la extraordinaria inercia térmica del adobe y el ladrillo, capaces de regular la temperatura interior de la vivienda para mantenerla confortable sin recurrir a la calefacción.
Del movimiento moderno heredamos la consigna de buscar universalidad, superficialmente comprendida como una mera consecuencia formal. Es lamentable que dicha búsqueda implicó dejar de lado sistemas constructivos vernáculos de gran valor cultural, constructivo, estético e identitario. Quizá debemos detenernos un momento y voltear para rescatar esa valiosísima herencia constructiva que hemos tenido olvidada durante tanto tiempo, para nunca más olvidar que no puede existir progreso real sin responsabilidad ambiental. Pues en este punto, regresar parece ser la única manera de poder seguir hacia adelante.